lunes, 18 de febrero de 2013

Prueba de Esfuerzo

- Vamos a empezar a 5 e iremos aumentando progresivamente.- me dijo el técnico que me iba a hacer la prueba de esfuerzo.

«¿¡Empezar a 5!?- pensé yo-.¡Esto va a ser duro!».

- Para que te hagas una idea es como ir andando a paso más o menos fuerte- añadió.

Vale. El hombre no estaba hablando de ir a 5'/km. Estaba hablando de ir a 5 km/h que es algo muy distinto. Me dio un par de indicaciones más: que no podía hablar durante la prueba porque haría variar la medición de los gases, que contestara con el pulgar cuando me preguntara y que iba a subir medio km/h cada 30".

Empezó la prueba con 3 minutos de reposo. Eso era fácil. Aunque fueran 5 minutos de reposo los hubiera soportado sin dificultad. Ahí estaba yo, de pie sobre una cinta de correr parada, desnudo de cintura para arriba, con un rasurado espantoso en el vello del pecho, cubierto con electrodos por pecho y espalda y con la cara tapada con una máscara para medir los gases de la respiración.


Poco antes de empezar me habían tomado la tensión y formulado una batería de preguntas. La tensión me había salido muy alta, 160/120, y supongo que la mitad de las preguntas tenían relación con esos valores. La verdad es que, aunque no me sentía nervioso, es probable que sí lo estuviera. Había ido con tiempo suficiente pero con el temor a no encontrar dónde aparcar y llegar tarde a la cita. Dejé el coche en un parking y llegué con un par de minutos de antelación. La recepcionista que me atendió era muy seca y seria. Por su expresión, temí por un momento que hubiera algún problema con mi cita o que me hubiera equivocado de hora o día. Finalmente me dijo que fuera al final de un pasillo prácticamente solitario, con sólo una mujer que trataba de entretener a un niño pequeño mientras esperaba a que la atendieran. Mi vejiga llevaba protestando un buen rato pero encontré un baño donde aliviarla. Nada más salir del aseo, por la puerta del fondo asomó una cabeza llamándome por mi nombre e indicándome que pasara. Era un hombre joven de trato afable, que se presentó como la persona que me iba a hacer la prueba. Me acompañó hasta unos vestuarios y me dijo que me pusiera la ropa de correr y que no iba a poder volver allí hasta que la prueba hubiera terminado. Me quité el chándal y entré en la sala donde me iban a hacer la prueba. Busqué donde apoyar la camiseta y el móvil y no lo encontré. El técnico me dijo que los podía apoyar sobre el sillín de la bici para no tener que dejarlos en el suelo. Me rasuró el pecho y comenzó a ponerme los electrodos. Acto seguido me tomó la tensión y llamó a otra persona a la sala de al lado. Por la puerta entró un hombre con bata blanca y un estetoscopio colgado del cuello por lo que deduje que era médico. Me auscultó y me hizo muchas preguntas sobre enfermedades cardíacas en la familia, mis hábitos de vida y sobre hipertensión. Me costaba contestarle mirándole a los ojos porque era bizco y no sabía a qué ojo mirar. Me dejó algo preocupado por tanta pregunta. Incluso pensé en que me iba a decir que no iba a poder realizar la prueba. Finalmente le indicó al técnico que procediera. El hombre conectó los electrodos a unos cables que colgaban del techo y me puso una especie de camiseta de rejilla para cubrir todo. Le pedí si me podía sacar después una foto y me dijo que sí. Me puso la máscara y no me ajustaba bien sobre el puente de la nariz, por lo que construyó un suplemento con un poco de algodón.


Pasados los 3 minutos de reposo, la cinta comenzó a moverse. El técnico me dijo que, cuando no pudiera más, que diera dos golpes sobre la barandilla del tapiz rodante. Cada 30 segundos, la velocidad aumentaba medio kilómetro por hora. Yo tenía tres referencias que sabía de memoria: 10km/h=6'/km; 11 km/h=5'30"/km; 12 km/h=5'/km. El técnico me iba indicando la velocidad y yo sabía que hasta los 10 km/h no iba a empezar «la fiesta». Llegamos a los  10 km/h y yo ya iba respirando por la boca. No me gusta correr en cinta y, con una máscara en la cara y un montón de cables saliendo de mi cuerpo, no mejoraba la sensación. Un electrodo se soltó y me lo volvieron a colocar. Un poco más tarde, se soltó otro. El técnico, de vez en cuando, me tomaba la tensión, me ajustaba la máscara o me sujetaba los electrodos para que no se cayeran. Llegué a 12 km/h y me sentía bien. Sudaba mucho e iban cayendo goterones sobre la cinta pero soportaba bien el ritmo. No tenía ni idea de hasta cuánto podría aguantar. La velocidad siguió aumentando hasta que llegó un momento en que di los golpes en la barandilla. El técnico me dijo: «¡Un poquito más!» Yo estaba al límite. Las piernas iban a tope y el corazón bombeaba muy rápido. Sabía que alguna vez había  ido más rápido y que mi corazón había llegado a pulsaciones más altas pero, aunque fuera posible que aguantara un poco más y que pudiera ir un poco más rápido, lo que de verdad me aterrorizaba era dar un traspiés y caer. «Un poquito más», volvió a insistir. «¡Ay, que me mato!», pensé yo. Unos segundos más tarde la cinta redujo su velocidad. Me dejó rodando un tiempo a 5 km/h y, poco a poco, fue reduciendo velocidad hasta volver a ritmo de caminar y finalmente se paró.


Bajé de la cinta chorreando sudor. Me quitó la máscara pero dejó puestos los cables. Era como cuando Neo estaba conectado a Matrix. Me mandó subir a la bici ergométrica, que ajustara la altura del sillín y que fuera pedaleando. El electrocardiograma comenzó a dar una señal muy rara. El médico y el técnico trataron de arreglarlo comprobando los electrodos y levantando los cables. Me pidieron que me quedara sentado sobre el sillín, sin tocar el manillar y el ECG se arregló. Mencionaron algo de que yo movía las clavículas al pedalear.Volvieron a revisar todo, cambiaron de posición un par de electrodos y volví a ponerme en posición de carrera. El ECG volvió a fallar. Me tocaba hacer la prueba sentado erguido. 

La prueba en bici fue similar a la de correr pero más incómoda por la postura y por mi falta de entrenamiento sobre ella. El sudor caía sobre la bici y resbalaba hasta el suelo. La tensión era más fácil tomarla pero los electrodos se soltaban con más frecuencia. Llegó un momento en que no fui capaz de pedalear más y tuve que parar. En esta ocasión, la parada fue menos peligrosa que en el tapiz rodante.

Me desconectaron todo y se pusieron a preparar los resultados. Me dijeron que me fuera a duchar. Fui a los vestuarios y comprobé que, efectivamente, había una ducha. Entré en la ducha pero la puerta no cerraba. Miré hacia el suelo y vi que le habían puesto un trozo de madera para que la puerta no se descolgara pero que no dejaba que se cerrara. Mientras me duchaba entró alguien más en los vestuarios. Cuando salí ya no había nadie. Una vez vestido observé que los vestuarios estaban un poco abandonados. Estaban limpios pero el techo estaba en mal estado y una de las puertas de las taquillas no estaba. Cogí mis cosas y fui a la otra sala donde el médico estaba charlando con otra persona. Este hombre había entrado como Perico por su casa mientras yo estaba con la prueba de esfuerzo y había pensado que trabajaba allí. Por la conversación comprendí que estaba equivocado y que era otro cliente. Me quedé de pie esperando a que me dijeran algo o me dieran los resultados. Al cabo de un rato me invitaron a que esperara fuera, en el pasillo.


Unos minutos más tarde, el médico me mandó pasar. Me hizo un pequeño interrogatorio para comprobar que yo estaba con NoSportLimit y que conocía a Ricardo y a Óscar. Una vez estuvo satisfecho, me dijo que sentía el lío con los cables y con el ECG pero que no había afectado a los resultados. Me señaló que la tensión la tenía muy alta al principio pero que, en vez de seguir subiendo, como correspondería a un hipertenso, me había ido bajando con el ejercicio hasta alcanzar un mínimo. Que probablemente fuera debido a problemas de estrés o de ansiedad. Después había subido hasta valores normales (tirando a muy buenos). Concluyó diciendo que, a la vista de los resultados, yo no era hipertenso, que mi corazón no tenía ningún funcionamiento anormal con el ejercicio y que no había ningún síntoma cardíaco por el que yo no pudiera hacer ejercicio.

Nos despedimos con un apretón de manos. Me dijo que, si me preguntaba la recepcionista, le dijera que había hecho una prueba de esfuerzo de federados. No hizo falta. La mujer llamó al médico, le preguntó y me cobró.

Ahora sé que no tengo problemas cardíacos que se puedan detectar con una prueba de esfuerzo y cuáles son mis umbrales... ¡Jerusaleeeeén!

domingo, 10 de febrero de 2013

Un Ladrillo sobre el Agua

El agua es un elemento misterioso para la mayoría de los corredores. No es lo mismo pararse a descansar en el arcén de una carretera que hacerlo en el mar, a 500 metros de la orilla. Películas como Tiburón, Piraña y otras del estilo tampoco es que ayuden mucho a animarnos a nadar en el mar. Todo son problemas: El agua de mar está fría y mojada, no puedes llevar un móvil contigo por si te da un calambre, no puedes pararte a descansar, si te da un apretón ¿qué haces?, no hay fuentes para beber ni puedes llevar el botellín de isotónica y, ¿dónde coño metes la llave del coche, ahora que todas llevan integrado el mando a distancia?


Aprendí a nadar el siglo pasado, casi casi en la prehisteria, a la tierna edad de 6 añitos. Iba con el colegio al Real Club Náutico de Vigo donde se los monitores se esforzaban en intentar enseñarme las nociones básicas de la natación. Mentiría si dijera que me encantaba el agua y todas esas cosas. La verdad es que me parecía agotador. Por entonces aprendíamos a nadar sin gafas de piscina y no me gustaba nada nada nada eso de que me entrara el agua en los ojos. Había que acostumbrarse al cloro pero yo siempre fui muy delicadito con la vista (mi padre estaba hasta los huevos de que en todas las fotos saliera con los ojos cerrados porque me molestaba la luz del sol, costumbre que todavía no he abandonado) y me picaban muchísimo los ojos. Así como en las artes marciales van consiguiendo cinturones, nosotros íbamos consiguiendo caballitos de mar. Nos daban unas figuritas de plástico que se cosían en los bañadores. Yo llegué a tener el «caballito azul» pero creo que no me lo merecía. Pasó el tiempo y me olvidé de lo poco que había aprendido...


Hace año y medio me animé a ir a la piscina. Los primeros momentos fueron desoladores. Descubrí que no tenía ni idea de nadar a ninguno de los estilos y que me costaba un montón completar los 25 metros de largo de la piscina. Mi monitora Mónica tiene muuuucha paciencia y poco a poco fue enseñándome los rudimentos de la natación. Los meses fueron pasando y mi técnica fue mejorando. Ahora estoy en el proceso de aprender a nadar a mariposa pero me he dado cuenta (yo solito, ¿¡eh!?) de que hay unos elementos comunes a todos los estilos y que voy a dejar plasmados en la khenesfera.

No voy a escribir de cómo se nada ni de cómo debe ser la técnica, que para eso hay miles de webs y de vídeos en Youtube. Voy a escribir sobre mis impresiones, que pueden estar equivocadas y me encantará que me corrija quien sabe más que yo, pero que son lo que mi pobre raciocinio tiene a bien entender. Lo primero que hay que saber es que flotamos. Bueno, no es del todo cierto. Flotamos mientras tengamos aire en los pulmones. Con los pulmones vacíos nos hundimos. Peor todavía si eres como yo, que no soy capaz de hacer «el muerto» en el agua dulce. Por lo tanto, si quieres mantener la flotabilidad hay que ir soltando el aire poco a poco y el resto justo antes de tomar la siguiente bocanada. En segundo lugar, hay que adoptar la postura más hidrodinámica posible. Ponte de pie en medio de tu habitación pero no debajo de la lámpara. Cierra las piernas, levanta los brazos, une las palmas, mira hacia donde se une la pared con el techo, ponte de puntillas y trata de tocar el techo. Esa es LA POSTURA. Cuando nades, estira el cuerpo y procura que tu postura se parezca lo más posible a la de tocar el techo. Claro que por muy hidrodinámica que sea la postura, si no te impulsas no avanzas. Es obvio que, para que la brazada sea eficaz, la superficie de la mano con la que te impulsas debe ser lo mayor posible (abierta y relajada), moverse con la mayor velocidad posible (sin llegarte a agotar) e impulsar el agua en el sentido opuesto al del avance. Si impulsamos en otra dirección, el impulso es menos eficaz. Ah, ¿que parte de la brazada la destinamos a mantenernos a flote? No hace falta, ya sabemos que flotamos. Sólo necesitamos impulsarnos hacia adelante.


Así que ya nadamos tiesos como tablas impulsando perfectamente el agua hacia atrás. ¿Qué nos falta? Pues aplicar un poco la dinámica de fluidos. Cuando tiramos una piedra al agua se producen ondas que se desplazan a una velocidad más o menos lenta. Esas olas se van acumulando delante de nosotros al igual que sucede en la proa de un barco. Cuando los barcos navegan van dejando una estela cuyo semiángulo (la mitad del ángulo) se llama ángulo de match. El seno de ese ángulo nos da la relación entre la velocidad de desplazamiento de la onda y la velocidad de avance de la fuente (proa del barco, nadador, etc). Lo mismo ocurre con los aviones y la rotura de la barrera del sonido pero eso lo dejo para cuando aprenda a volar. El caso es que nosotros avanzamos más rápido que las ondas que generamos por lo que se forma una barrera de agua que se opone a nuestro avance. ¿Qué podemos hacer? ¡Romperla, por supuesto! Para romperla lo mejor será utilizar la mano con el brazo estirado. En el mar, en aguas abiertas, también podemos utilizar a otro nadador que vaya delante de nosotros. Él ira rompiendo esa barrera y el agua que estuvo en contacto con su piel tiene una cierta velocidad en el sentido de avance, lo que nos facilitará nuestro desplazamiento. A eso se le llama nadar a drafting o nadar a estela. Por eso también avanzamos más rápido buceando que nadando en superficie y los submarinos van sumergidos siempre que pueden (como muy bien sabía Hill Taylor).


Ahora sólo nos queda practicar, practicar y practicar. Horas y horas de técnica, técnica y técnica para ir puliendo nuestros defectos, deslizar sobre el agua, perfeccionar nuestro estilo e irnos pareciendo cada vez más a Johnny Weissmuller y salvar a la chica cuando esté en peligro.

lunes, 4 de febrero de 2013

Vivir es una carrera de fondo

La vida se compone de inifinidad de pequeñas cosas que conforman un todo. Pequeños detalles pueden subirte la autoestima hasta niveles insospechados y pequeñas miserias pueden hundirte hasta lo más profundo. El trabajo y los compañeros, la familia y la casa, que el coche vaya bien o que esté en el taller, una llamada que no llega o una llamada inesperada, que te pongan mala cara o te brinden una sonrisa, un cambio súbito o demasiado lento, un pequeño fracaso o un éxito minúsculo, los entrenos demasiado cómodos o demasiado duros, el buen o el mal tiempo, el cansancio o las buenas sensaciones, dormir bien o mal, pequeñeces, miserias, noticias, temores, dudas, ... 

Todo tiene un nexo en común que somos nosotros mismos. Y cuando salimos a entrenar llevamos sobre nuestros hombros todo nuestro presente, nuestro pasado reciente y nuestro futuro inmediato. Durante el entrenamiento podemos concentrarnos en el esfuerzo y en el ejercicio y no pensar en nada más, o ir pensando en todo lo que nos preocupa mientras se va diluyendo con el sudor o esforzarnos hasta la extenuación para que el cansancio nos haga olvidar los problemas. 

Correr también ayuda a relativizar las cosas. Los corredores de fondo sabemos que un maratón se divide en cuarenta y dos mil pasos, para algunos unos cuantos más, para otros unos cuantos menos. Sabemos que las distancias y los tiempos son relativos, que las metas más complicadas se superan con esfuerzo y dedicación, poquito a poco, que lo que antes nos parecía imposible, ahora sabemos que es asequible. 

Aprendemos en nuestras carnes que el trabajo de meses se puede perder en dos segundos, en un resbalón, en un tropezón, en una piedra suelta, en dos segundos y dos décimas. Pero también sabemos que habrá más oportunidades, que el mundo no se acaba mañana, que no todo es definitivo, que el dolor es pasajero, que las heridas se curan, que las inflamaciones desaparecen, que le mundo sigue girando. 

Los corredores de fondo sabemos que los límites no son sólidos, que se desvanecen cuando nos aproximamos a ellos, que tras superar el primer 10 km que parecía imposible, poco después superaremos un medio maratón, más tarde nuestro primer maratón y después, el segundo y el tercero... Después descubres que hay otros mundos, que no todo acaba con el asfalto, que existen los trail y la montaña, que se pueden correr crosses y disfrutar con el barro, que puedes correr en pista, que el atletismo es más que la carrera a pie, que ahí está el tríatlón, uniendo carrera a pie con la natación y el ciclismo, ...

Cuando los problemas se te vienen encima, cuando te parece que el estrés te va a comer, cuando el mundo parece que se ha vuelto del revés, cuando las cosas vienen torcidas, cuando un «compañero» cabrón te amarga la vida, te paras y recuerdas que ya has superado con éxito cosas más difíciles, que has salido a entrenar en medio del temporal, con vientos de más de 100 km/h, con lluvia, con granizo, de noche, que has entrenado todo el inverno para correr en primavera, que has superado maratones, triatlones, pájaras, hipotermias, hipoglucemias, deshidrataciones, lesiones, punciones secas, calambres, ... 

Y sales a entrenar y piensas «Hoy que estoy cansado, voy a correr sólo 10 km». Acudes a una carrera y dejas el coche a dos kilómetros para ir calentando. Te apetece ver a los amigos y vas a un medio maratón para cruzar unas palabras con ellos o para charlar durante los 21 kilómetros, porque sólo es una media. Vas de viaje al extranjero y metes las «zapas» en el equipaje. Llegas destrozado a la meta en un maratón y ya estás pensando en volver a correr otro. Te caes, te abres una rodilla y te sientes fatal porque no vas a poder entrenar durante una semana. Amigos, lo nuestro no es normal... 

Todo está en nuestra cabeza. Somos luchadores, sabemos dosificarnos y regularnos, soportar el dolor, proponernos nuevos retos, superarnos a nosotros mismos. Y no sólo en las carreras. Los baches de  nuestro día a día los afrontamos con el mismo espíritu porque nosotros sabemos que la vida sólo es otra carrera de fondo más.