Con los cuádriceps destrozados, los trapecios machacados, los empeines doloridos, los gemelos con molestias, el bíceps femoral izquierdo con amago de contractura y el cuerpo medio deshidratado me siento delante del teclado de mi ordenador a compartir con vosotros mi aventura en Madrid.
Fueron 4 meses de preparación, de un modo poco ortodoxo, sin mucho rigor, saltándome entrenos, sin tratar al maratón con el debido respeto. Fueron 600 kilómetros de entrenamientos anotados en un libreta, registrando sensaciones, tiempos, kilometraje, velocidades, pulsaciones, climatología y zapatillas con las que corría, en un vano intento por sistematizar los entrenos. Mi vida durante esos cuatro meses transcurrió desapaciblemente, a saltos, con nervios, ansiedad, stress, ... Ni siquiera los rodajes largos eran suficientes para relajarme. Salía a correr y, en vez de olvidarlo todo, por la cabeza me pasaban los asuntos del día, el trabajo, las tareas pendientes, las preocupaciones... Mi familia tuvo que aguantarme en una versión desfigurada de mi carácter. Su paciencia y cariño fueron fundamentales para la vuelta a la calma, que llegó a menos de un mes del maratón, cuando ya era tarde.
Mi peso fue descendiendo paulativamente aunque no lo suficiente. Bajé casi 4 kilos, hasta los 88, cuando hubiera debido bajar, como mínimo, hasta los 85. Las pulsaciones en cambio, gracias a Ilúvatar, fueron bajando como debían, llegando a alcanzar las 48 PPM en reposo. Decenas de litros de isotónica bajaron por mi garganta. Probé diversos alimentos en carrera. La idea de las almendras la tuve que desechar porque me atragantaba con los trocitos que me quedaban en la lengua. Con los plátanos me fue mejor.
La última semana terminé de fastidiar el invento. Salí el martes a rodar 7 km. El jueves llegué tarde del trabajo y no salí. El viernes llegué a casa de mis padres, donde se iban a quedar los niños durante el fin de semana, a las 10 y media de la noche. Al día siguiente tenía que levantarme a las 5 y media de la madrugada y aún no había cenado. Tampoco salí.
El sábado a las 8 de la mañana estábamos en Madrid. Dejamos el equipaje en el hotel y nos fuimos a la feria del corredor. Casi no había cola para recoger los dorsales. Paseamos por el recinto aunque tampoco vi nada de interés. En un momento que me senté en una silla vi una cara conocida. ¡Mr. Dixie! ¡Qué alegría! Charlamos un rato y nos despedimos con un abrazo. Es un tío grande y no sólo por su estatura. Cuando ya me iba, vi al gran Fabián Roncero firmando libros en el stand de la revista Runners.
Eran las 12 y tenía todo el día por delante. Decidimos ir al museo Reina Sofía y estuvimos unas 4 horas allí metidos. El Guernica es impresionante pero lo que más me gustó fueron los cuadros de Dalí. Nos quedamos a ver la proyección de «Un Perro Andaluz» que nunca la había visto entera. Después de comer fuimos al hotel y dormí una siesta de casi una hora. Por la tarde salimos a pasear e intentamos quedar con Antonio y familia pero ese sábado no era nuestro día. Por la noche fuimos a cenar con unos amigos, Merry y Rodrigo. Por supuesto, en un italiano y cené pasta.
Nos acostamos cerca de las doce. Mi chica se durmió enseguida pero yo no. En la calle unos músicos callejeros atronaban la noche con sus instrumentos. Yo estaba relajado pero no conseguía quedarme dormido. Estupefacto descubrí que los dientes me castañeteaban. No tenía frío, no me sentía nervioso pero no podía controlar mi mandíbula inferior. Cambié de postura, cambié de almohada, di un par de vueltas en la cama y poco a poco fue pasando y fui quedándome dormido.
6 de la mañana. Suena el despertador. El dolor de piernas del día anterior había desaparecido. Me levanté y desayuné un par de galletas, un plátano y medio litro de Aquarius. A la cama. Necesitaba dormir más. En aquel momento decidí sacrificar la kedada y la foto preMapoma y darle al cuerpo un poco más de descanso.
8 de la mañana. Suena el despertador. Me siento bien, descansado, relajado y animado. A los tres minutos suena el móvil. Era Antonio: "¡Hola!, ¿dónde estás?", me dice. "En la cama", le respondo. Noto su desconcierto al otro lado de la línea. Me dice que él está en la kedada y que lamenta haberme despertado. Le saco de su error y quedamos para comer juntos al terminar el maratón.
A las nueve menos diez llego a la salida. Voy caminando con calma. Me despido de mi chica y busco mi hueco cerca de los globos de las 4 horas.
La salida. Comenzamos a trotar. Intento coger mi ritmo pero el Garmin me da lecturas muy cambiantes. A los pocos kilómetros veo una camiseta del "Coruña Comarca". Me acerco un poco y ¡me encuentro con Ángeles! ¡Qué alegría! Como tenemos el mismo objetivo hasta la media, decidimos ir juntos. El Garmin ya marcaba bien el ritmo y tratamos de ceñirnos a un ritmo estable que nos permita llegar a la media en dos horas.
Las calles de Madrid son una fiesta. Multitud de personas nos dan ánimos. Veo personas con carteles animando a sus seres queridos, una mujer lleva uno que dice "¡Ánimo máquinas!" (me la encontraré tres o cuatro veces más), gritos de ánimo por doquier, una mujer en bata y zapatillas nos observa con atención desde la acera, hay niños que alargan sus brazos para chocar sus manos con las nuestras, una niña nos ofrece un tupper con rosquillas caseras. El aire vibra.
En las cuestas se ve delante una marea de puntitos de colores, que se van haciendo más grandes hasta convertirse en las camisetas de los compañeros que van corriendo justo delante. No hay competencia, sólo camaradería. Adelanto a tres de los héroes que han disputado las 33 ediciones del Mapoma. Veo que la gente los felicita. Yo hago lo mismo. Nos metemos en la calle Fuencarral. Es un desfiladero. El riesgo de tropezar es grande. Delante van cuatro soldados del ejército de tierra. Un poco más allá, tres soldados del ejército francés. Se oyen muchas voces hablando en inglés, francés, portugués, alemán y otros idomas que no consigo distinguir. Se ve el final de Fuencarral y entramos en la Gran Vía, el año de su centenario, como una ola rompiendo en la arena de la playa. Siento un escalofrío de emoción. Veo a mi chica que me da ánimos y, una vez más, comprendo por qué la quiero tanto. Callao, Preciados, Sol y Mayor están abarrotados de gente animando. Le comento a Ángeles que correr el Mapoma es parecido a correr por el tablero del Monopoly. Se ríe. Llegamos a la catedral de la Almudena y al Palacio Real. Nos recibe una batukada impresionante. Deben de llevar más de una hora tocando pero parece que acaban de empezar por el entusiasmo que muestran. Veo un hombre con una camiseta donde se lee que hoy cumple 75 años. Le deseo feliz cumpleaños. Mira para mí y me dice que no oye nada, que está sordo como una tapia. Entonces se da cuenta de la camiseta que lleva y me da las gracias. Ojalá también yo esté corriendo maratones a los 75 años.
Se acercan las dos horas y ya se ve la pancarta de la media. Pasamos en 1h59". Me como el plátano que he llevado en la mano todo el tiempo. Kilómetro 24. Tengo que vaciar la vejiga. Se lo digo a mi compañera y ella me contesta, medio en serio, medio en broma, que no la deje sola. Yo pensaba subir el ritmo unos 10"/km para conseguir bajar de las 4 horas con lo que nos volveríamos a encontrar por el kilómetro treinta y pico. Orino contra un árbol. Aprieto los cuádriceps y los vuelvo a relajar. Me alivia bastante. Me reincorporo a la carrera. No habían pasado dos kilómetros cuando veo delante de mí la camiseta del Coruña Comarca ¡No puede ser! ¿A qué ritmo voy? Veo el Garmin y marca un par de segundos por debajo de 5'/km. Craso error. El alivio de la vejiga y de los cuádriceps me dieron una sensación falsa de bienestar y aumenté el ritmo mucho más de lo que pensaba. Me puse a la par con Ángeles mientras intentaba bajar las pulsaciones, que llevaba disparadas. Nos acercamos a la Casa de Campo. En la entrada la gente se agolpa, gritando enfervorizada, dejando un estrecho pasillo para los corredores.
Entramos en el parque. El contraste es brutal. Hemos dejado atrás el bullicio y lo único que se oye son nuestros pasos sobre el asfalto. Los árboles arrojan su sombra sobre nosotros. Rebasamos el lago y, en el siguiente avituallamiento, comienzo a flojear. Ángeles se va. En el kilómetro 30 me recupero un poco. He pasado el muro casi sin notarlo. Empiezo a notar la falta de kilómetros en los entrenamientos. No es el muro, no es una pájara, es otra cosa. Voy haciendo la cuenta a la inversa. Faltan diez kilómetros. Una chica se acerca a un corredor, toda emocionada, dándole ánimos, diciéndole que no queda nada, mientras da saltitos nerviosos junto a él. No para de hablar a toda velocidad. El chico está tan jodido como todos nosotros y no sabe cómo decírselo. A mi lado, un corredor grita: "¡Cooorre, por no aguantarla!" Risas. Salimos de Casa de Campo por una cuesta. Algunos corredores la suben andando y los tenemos que sortear. En el Paseo de las Acacias vuelvo a ver a mi chica. Me da ánimos con una enorme sonrisa en su cara. Ya falta menos. Puedo ver la estación de Atocha. Un corredor me saluda por el nick. Me dice que me conoce de leerme. Es un placer saludarle. Me detengo a estirar los cuádriceps. El bíceps femoral derecho se contrae dolorosamente y detengo el estiramiento antes de que sea demasiado tarde. Continúo corriendo. Parecemos zombies. Los gritos de ánimo resuenan por todas partes.
Subimos bordeando el Retiro. No he visto el kilómetro 39. Mi cabeza le ordena a las piernas seguir aunque la parte más irracional de mi cerebro exige que me detenga a descansar. Veo el indicador del kilómetro 40. Continúo, paso a paso, metro a metro, sintiendo dolor en todo el cuerpo. En lo alto, me espera la Puerta de Alcalá. La dejo atrás y me dirijo hacia la entrada del Retiro. Entro en el parque. Es increíble. Cientos de personas se agolpan contra las vallas animando a los corredores. Busco con la mirada el kilómetro 42. No lo veo. Sigo adelante. Las pancartas me confunden un poco. No sé dónde se acaba la carrera. Veo un arco blanco y, doscientos metros antes, el indicador del km 42. Llego a la meta. Levanto los brazos en señal de triunfo. Al menos, no salir en la foto con aspecto derrotado. He terminado mi tercer Mapoma. Me dan la capa de plástico, un Powerade y la medalla. Todavía tengo que caminar hasta la salida. Las carpas de fisioterapia están a rebosar y hay cola. Paso adelante. Cojo algo de comer, más bebida y finalmente salgo del recinto. Sigo andando hasta que me encuentro con mi chica. Nos vamos andando al hotel. Quiero andar. Debo andar. Mi chica me dice que vio correr a Gebresselassie en el 10.000, que pasó corriendo a un metro de ella. Me alegro como si lo hubiera visto yo.
Después de ir al hotel, de ducharme y estirar como pude, nos fuimos a comer con Antonio y su familia. Por fin nos vimos y nos contamos nuestras respectivas aventuras. Él consiguió su objetivo de 3 horas y media, cosa que me alegró mucho. Quizá algún año yo también lo consiga aunque ese no es mi objetivo. Mi objetivo es seguir disfrutando corriendo durante muchos años y creo que voy por el buen camino.
Como os podéis suponer ya estoy pensando en la edición del año que viene. Quizá intente ir a Londres pero lo más probable es que repita Madrid. Los que habéis corrido un Mapoma sé que me comprendéis.
Fin del ladrillo ;D